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El sacrilegio de hablar de privilegios

Hombre observándose al espejo egocéntricamente

“Hipotesis nula” la llamó él desde su mesa en una esquina del salón. Nos encontrábamos en medio de un taller de privilegios en el marco del 8M, un tema que me apasiona y que ya sabía que genera todo tipo de reacciones, muchas de ellas a la defensiva. Solía ser la prueba de fuego para los auto-proclamados “aliados”. Sin embargo, ese comentario me descolocó por unos segundos, y me tomó unos minutos comprender a qué se refería.

Estoy acostumbrado a trabajar privilegios con todo tipo de audiencias, y sé que a veces poco importa la tangente que tome, el tono que adopte, o los recursos que utilice para “suavizar” el concepto y que sea un poco más fácil de digerir. Poner un poco de luz sobre los privilegios, e invitar a la conversación sobre diversidad, equidad e inclusión a aquellas personas a las que la sociedad les ha ofrecido automáticamente ventajas no ganadas (o les ha removido algunos obstáculos) respecto a otras identidades, solo por ser quienes eran; parece ser un tremendo sacrilegio para algunas personas. Curiosamente (en realidad no tanto), eran justamente los beneficiarios de esas ventajas quienes solían adoptar una posición a la defensiva, a veces acompañada de un entrecruzamiento de brazos, y una postura de autosuficiencia. La persona que denunció la hipótesis nula era justamente eso, un varón, blanco, adulto y sin una discapacidad, evidente al menos. No quiero asumir su orientación sexual porque sería prejuicioso de mi parte, aunque claro, si fuese heterosexual completaría el álbum de los privilegiados modelos.

En ese momento nos encontrábamos con mi colega explorando los privilegios que tienen los varones sólo por ser varones y, por ende, dejando en evidencia las enormes desigualdades que existen por motivo de género. Para darle un poco más de épica a su acto de defensa, en ese día millones de mujeres en todo el mundo se estaban manifestando en las calles por sus derechos. Al menos en mi caso, siempre trato de llegar a estos espacios con la cuota de humildad que me permita escuchar todas las voces con respeto. Me esfuerzo genuinamente por comprender la responsabilidad que implica abrir estos espacios de conversación e intento estar a la altura de las circunstancias. Al mismo tiempo, no puedo más que involucrarme con el fervor que amerita una lucha por una causa noble, justa, como lo es la equidad de género. Chocarte con la intransigencia de quien no quiere, cueste lo que cueste, enfrentarse con la realidad irrefutable de que una parte de sus logros no tienen nada que ver con sus méritos, sino con sus privilegios, nunca va a ser fácil. Ese varón, que incorrectamente asumí que por ser más o menos joven entendería, o al menos empatizaría con una lucha histórica de mujeres, consideró que la desigualdad de género no era más que una hipótesis, es decir, que podía ser o no ser posible, y en todo caso, aún debía probarse.

Lectura recomendada: Sin reconocer privilegios, no hay empatía posible.

Me tomó un tiempo reaccionar porque quedé un poco perplejo. Mi colega, con más paciencia que yo incluso siendo mujer, me cubrió para explicarle a un hombre sobre barreras que enfrentaba ella, no él (ni yo tampoco). Poco importaba que era socióloga, una experta en la temática con años de estudio y militancia. No podía imaginármela a ella cuestionarle algo de su materia de expertise sin ser estudiosa de esa materia.

Por suerte sé que este tipo de personas, aunque ruidosas, suelen ser una minoría y seguí buscando apoyo en el resto de las personas del salón. Cerca del 25% eran mujeres, y era el momento perfecto para convalidar los datos duros que habíamos presentado y así demostrar que la empresa no era ajena a la realidad de la sociedad donde pertenecía. La alternativa a posicionarse a la defensiva que se les ofrecía a los varones era verdaderamente muy prometedora: nada de sacrificios (no se puede renunciar a los privilegios), sino todo lo contrario; sumarse activamente a crear una organización más diversa, más inclusiva y por sobre todo, más equitativa. Pero alzar la voz no es sencillo. Podía percibir la incomodidad de varias mujeres en la sala. Comprendo también que algunas preferirían evitar estos temas, aunque esto implique continuar tolerando micromachismos y barreras de género. Quizás por eso sólo una alzó su voz para expresar de manera tajante una desigualdad de género presente en la organización. Luego me enteré que a ella se la suele tildar de “problemática”. También que era la única mujer en posición de liderazgo en la sala. Alzar la voz no suele venir sin sus costos lamentablemente, aunque es importante mencionar que los costos que asume una empresa que no promueve activamente la seguridad psicológica para que alzar la voz no implique penalidades de ningún tipo, son mucho mayores.

Me recuperé al recordar que la tensión y la incomodidad, en sus correctas cuotas, son necesarias, hasta imprescindibles diría. Y si hablar de privilegios implica tales reacciones, entonces tenemos que hablar más y mejor sobre ellos. Es por ahí.

Lectura recomendada: ¿De qué sirve reconocer los privilegios?

 

Por Marcelo Baudino
Experto en Diversidad, Equidad e Inclusión
Linkedin: https://ar.linkedin.com/in/marcelobaudino

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