Hace un tiempo venimos siendo espectadores, cómplices y partícipes de un fenómeno que ha tomado formas inusitadas de violencia extrema, y esto no puede no interpelarnos a cada uno/a como parte de la sociedad que integramos y construimos día a día.
En este sentido, urge preguntarnos ¿Qué tipo de conversaciones estamos teniendo? ¿Qué consecuencias tiene lo que decimos y reproducimos? ¿Qué marcos de referencia guían nuestro pensar, decir, hacer? ¿De qué manera, situaciones de violencia como las recientes, me conciernen? ¿En qué medida puedo estar siendo parte del problema? ¿Cuál es mi rol al respecto y qué puedo hacer?
Para echar luz y reflexionar sobre estas cuestiones, es clave entender el peligro que trae consigo el innegable avance de los discursos de odio. Pero empecemos por aclarar a qué nos referimos con la expresión ‘Discursos de odio’. Parafraseando a la ONU, un discurso de odio es cualquier tipo de comunicación, sea verbal, escrita o conductual, que ataca o utiliza un lenguaje peyorativo o discriminatorio con referencia a una persona o grupo sobre la base de quiénes son, su religión, etnia, o cualquier otro aspecto de su identidad.
Frases como ‘Son unos negros de m…’ o ‘Los inmigrantes nos quitan el trabajo’ ‘A mí no me importa su autopercepción de género, si naciste varón eres varón’, son algunos ejemplos que he escuchado recientemente, y pueden enmarcarse justamente en discursos de odio, que hacen de caldo de cultivo para que la violencia vaya en escalada, derivando en crímenes de odio u otras formas de violencia extrema.
Y aquí habrá quienes estén pensando ‘‘Yo no odio a nadie (grupo o persona x), solo es un decir’’ o ‘‘¿Acaso no bregamos por la libertad de expresión?’’. Pues claro que sí, pero la libertad de expresión encuentra su límite cuando atenta contra (o daña) la dignidad de otros/as, y que quede claro: reproducir discursos que estigmatizan o discriminan a personas o grupos, es parte de ese mismo accionar. Sincerándonos con nosotros/as mismos/as, pensemos ¿Cuántas veces decimos o avalamos frases cargadas de rechazo hacia la otredad? Y consecuentemente ¿Qué habilitamos al hacerlo?
El problema de este tipo de pensamientos compartidos, recreados, repetidos, es que se instalan, se normalizan, se depositan en lo que podríamos llamar la huella mnémica de la memoria colectiva, es decir aquello que está ahí como parte del entramado social y se reactualiza cada vez que se repite y se comparte. De este modo, va creando y re-creando sentido común, habilitando así un sentimiento de desprecio hacia esos/as otros/as que, llevado al extremo, da como resultado situaciones de violencia como las que fuimos testigos/as el pasado jueves, con el atentado contra la vicepresidenta de Argentina. Porque en última instancia el discurso de odio genera que veamos al otro/a como el/la enemigo/a, como aquello contra lo que hay que combatir, y de ser posible, eliminar, exterminar… ¿Entendemos la gravedad que esto conlleva?
Me parece que los tiempos que corren demandan que cambiemos la mirada, y empecemos a ver a quien piensa distinto no como enemigo/a, sino como a quien necesito para construir en conjunto algo distinto. Porque, ¿Qué es la democracia si no la pluralidad de ideas, la contraposición de posturas, el fructífero debate de las mismas, que nos llevan a creaciones colectivas superadoras de lo establecido? Sin todo ello, quedamos estancados/as, o peor aún ‘nos vamos hundiendo’, dando paso a que se cometan las peores atrocidades, quedando expuestos/as a que se nos arrebate algo que ya vimos que no estamos dispuestos/as a perder nunca más, nuestro bien más preciado, la democracia.
¿Qué hacemos entonces? ¿Seguimos usando las mismas recetas a los mismos problemas, pese al riesgo que evidenciamos que implica? ¿O pensamos en cómo salir de este meollo?
Creo que es evidente que necesitamos repensar nuestro papel y volvernos artífices de un cambio social, que habilite nueva formas de pensar a la otredad. Y como todo cambio social, arduo, complejo, multidimensional, pienso que en esta instancia urge desarrollar una conciencia colectiva que nos lleve a:
- Dimensionar la gravedad de lo vivido, y las severas consecuencias que engendran los discursos de odio.
- Ponernos ingeniosos/as en pos de habitar espacios donde quepa el desacuerdo, y se fomente el debate, ese que nutre a todas las partes involucradas.
- Ser generadores/as de espacios seguros, donde puedan surgir conversaciones incómodas, tan necesarias para revisar lo dado, pero de manera sana, sin caer en la tentación de denostar a quien piensa, siente, vive diferente. Y sí, digo ‘tentación’ porque ¿quién puede negar que muchas veces es más fácil correr el eje, y en vez de argumentar, insultar; en vez de abrir conversaciones que incentiven el pensamiento crítico con respeto, acudir a denigrar y terminar (antes de iniciar) cualquier debate posible?
- Generar un espacio interno, en el cual podamos reflexionar de forma introspectiva, ¿Qué tipo de contenido estamos consumiendo? ¿Reproduce discursos de odio, una visión estereotipada o discriminatoria acerca de la otredad? ¿Qué tipo de conversaciones me animo a abrir? ¿Genero espacios seguros, de escucha y respeto? ¿Estoy abierta/o al intercambio de ideas?
Hemos llegado a un punto de inflexión, en el que estas reflexiones se vuelven necesarias si queremos convivir en sociedad. Y a ti ¿De qué forma te interpela lo sucedido? ¿Te detuviste a pensar en cómo contribuir a que esta situación cambie?
Por Daniela Mariana Chávez
Lic. en Sociología. Líder de proyectos DEI
LinkedIn: Daniela Mariana Chavez (ella)